Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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--Sin embargo, no hace tanto tiempo...
--Es verdad; pero entre nosotros importa que el hombre de hoy olvide lo que hizo el hombre de ayer.
--Como quiera que sea, --repuso Baisemeaux, --la visita del confesor jesuita habrá sido grandemente
provechosa para ese joven.
Aramis no replicó y se puso a comer y a beber.
Baisemeaux, lejos de imitar a Herblay, tomó nuevamente la orden y, después de releerla, la examinó por
el anverso y por el reverso con la mayor atención.
Aquel examen, en circunstancias normales habría hecho subir los colores al rostro del poco paciente
Aramis; pero el obispo de Vannes no se atufaba por tan poco, sobre todo cuando sabía que el atufarse era
peligroso.
--¿Vais a libertar a Marchiali? --dijo Herblay. --¡Zape! ¡Qué rico jeréz, mi querido gobernador!
--Lo pondré en libertad después que haya visto yo al correo que ha traído la orden, y del interrogatorio a
que voy a sujetarlo resulte claro para mí...
--Pero, si las órdenes están selladas, y por consiguiente nada sabe de ellas el correo. ¿Y qué queréis ver
claro por ese camino?
--Bueno, enviaré un parte al ministerio, y el señor Lyonne confirmará o rectificará la orden.
--¿Y qué provecho vais a sacar? --repuso Aramis con la mayor frescura.
--Así uno nunca se engaña, ni falta al respeto que un subalterno debe a sus superiores, ni infringe los
deberes del cargo que desempeña por voluntad propia.
--Vuestra elocuencia me admira. Es verdad, un subalterno debe respetar a sus superiores, y es culpado
cuando se engaña, y es castigado cuando infringe los deberes o las leyes del cargo que desempeña.
Baisemeaux fijó una mirada de extrañeza en el obispo.
--De lo cual se sigue, --continuó Aramis, --que para descargo de vuestra conciencia acudís a la consul-
ta.
--Sí, monseñor.
--Y si un superior os impone una orden, ¿la cumpliréis?
--Claro que sí, monseñor.
--¿Conocéis bien la firma del rey, señor de Baisemeaux?
--Sí. monseñor.
--¿No está estampada al pie de esa orden de libertad?
--Es verdad, pero puede...
--Ser falsa, ¿no es verdad?
--Se han dado casos, monseñor.
--Decís bien. ¿Y la del señor de Lyonne?
--También figura en esa orden; pero así como pueden falsificar la firma del rey, con tanta mayor razón
pueden hacerlo con la del señor de Lyonne.
--Andáis a paso de gigante por el campo de la lógica, señor Baisemeaux, --dijo Aramis, --y vuestra ar-
gumentación no tiene réplica. Pero ¿en qué os fundáis para suponer que esas firmas sean falsas? --En que la firma de Su Majestad no está refrendada. Además, el señor de Lyonne no está presente para
decirme que ha firmado.
--Pues bien, señor de Baisemeaux, --repuso Aramis fijando en el gobernador su mirada de águila, --
adopto sin vacilar vuestras dudas y vuestra manera de aclararlas y voy a tomar una pluma si me la dais.
Baisemeaux le dio una pluma.
Y una hoja en blanco, --añadió Aramis.
--Baisemeaux le dio el papel.
--Y yo también, presente, incontestable, voy a escribir una orden a la cual estoy seguro de que daréis fe,
por mucha que sea vuestra incredulidad.
Ante la glacial seguridad de Aramis, el gobernador palideció. Creyó que la voz de aquél tan afable y ale-
gre poco antes, había tomado un sonido fúnebre y siniestro.
Aramis tomó la pluma y escribió, mientras el gobernador, petrificado leía por encima de su hombro:
“A. M. D. G.” escribió el obispo, trazando una cruz debajo de aquellas cuatro letras, que significaban “ad
majorem Dei gliriam”. Luego continuó:
“Es nuestra voluntad que la orden entregada al señor de Baisemeaux de Montiexun, gobernador de la
Bastilla por el rey, sea tenida por buena y valedera, y puesta en ejecución inmediatamente.

Herblay,
general de la Compañía por gracia de Dios.

Tal fue la emoción que sintió el gobernador, que se le contrajeron las facciones, abrió la boca y quedó
con la mirada fija, inmóvil y mudo.
Aramis, sin dignarse siquiera mirar al gobernador, sacó de su faltriquera un pequeño estuche que ence-
rraba un trozo de cera negra; cerró su carta, imprimió en la cera un sello que suspendido al cuello y debajo
de su jubón llevaba, y terminada su operación le entregó silenciosamente la orden.
Templándole las manos que daba compasión, miró Baisemeaux con ojos apagados y sin inteligencia el
sello, y después cayó en su silla como herido por el rayo.
--Vaya, --dijo Aramis tras un dilatado silencio, --no me hagáis creer que la presencia del general de la
compañía es terrible como la de Dios, y que uno muere a consecuencia


 

 
 

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